martes, 28 de abril de 2009

POR POQUITO



Un extranjero muy rico llamado Suderland era banquero en la corte de Catalina y naturalizado en Rusia; gozaba de gran favor de la emperatriz. Una mañana le anuncian que su casa está rodeada de guardias y que el jefe de la policía quiere hablarle.
Este oficial, llamado Reliew, entra con aire consternado:
--Señor Suderland –dijo—me veo, con verdadero dolor, encargado por mi graciosa soberana de ejecutar una orden cuya severidad me aterra, me aflige, e ignoro por qué culpa o qué delito habéis excitado a tal punto el resentimiento de su majestad.
--Pero señor –respondió el banquero—yo lo ignoro tanto o más que vos; mi sorpresa sobrepasa la vuestra. Pero en fin, veamos, ¿Qué orden es ésa?.
--Señor, en verdad, me falta valor para dárosla a conocer.
--¡Cómo! ¿Habré perdido ya el favor de la emperatriz?
--Si sólo fuese eso, no me veríais tan desolado. El favor puede reconquistarse; un empleo puede ser devuelto.
--¡Y bien! ¿Se trata acaso de hacerme regresar a mi país?
--Esto sería una contrariedad; pero con vuestras riquezas, uno se encuentra bien en todas partes.
--¡Ah, Dios mío! –exclama temblando Suderland-- ¿Acaso se trata de desterrarme a Siberia?.
--¡Ay de mí! De Siberia se vuelve.
--De meterme en la cárcel?.
--Si sólo fuera eso…. De la cárcel se puede salir.
--¡Bondad divina! ¿Quisieran knutearme?
--Este suplicio es horrible, pero no mata.
--¡Cómo! –Dijo el banquero sollozando-- ¿Está mi vida en peligro?. ¡La emperatriz, tan buena, tan clemente, que me hablaba con tanta dulzura hace dos días siquiera….! Pero no puedo creerlo. ¡Ah! Por favor, acabad de una vez, La muerte sería menos cruel que esta espera insoportable.
--Y bien, querido amigo –dijo el oficial con voz de lamento—mi graciosa soberana me ha dado orden de que os mande disecar y rellenar de paja.
--¡Disecarme! –exclama Suderland mirando fijamente a su interlocutor—Pero o vos habéis perdido el juicio o la emperatriz no conserva el suyo. En fin, vos no habréis aceptado semejante orden sin dar a entender su barbarie y extravagancia.
--¡Ay, mi pobre amigo! He hecho lo que ordinariamente no osamos nunca hacer; he dejado ver mi sorpresa, mi dolor; iba a atreverme a insinuar humildes objeciones…. Pero mi soberana, en tono irritado, reprochándome mi vacilación, me ha mandado salir y ejecutar en el acto la orden.
Sería imposible pintar el asombro, la cólera, el temblor, la desesperación del pobre banquero. Después de haberle dejado algún tiempo al libre curso y explosión de su dolor, el jefe de policía le advierte que tiene un cuarto de hora para poner en orden sus asuntos.
Entonces Suderland le ruega, le conjura, le insta larga tiempo en vano que le deje escribir un billete a la emperatriz para implorar su piedad. El magistrado, vencido por las súplicas, cede temblando a sus ruegos, se encarga de hacer llegar el billete, sale, y no atreviéndose a ir a palacio se dirige a la casa del conde de Bruce.
Éste cree que el jefe de policía se ha vuelto loco; le dice que le siga, que le espere en el palacio y corre sin tardar a ver la emperatriz a quien le expone el caso.
Catalina, al oír este extraño relato, exclama:
--¡Justo cielo! ¡Que horror! En verdad Reliew ha perdido la cabeza. Conde, partid, corred y ordenad a este insensato que vaya inmediatamente a libertar a mi pobre banquero de sus locos temores, y que le pongan en libertad.
El conde ejecuta la orden, vuelve y encuentra ahora a Catalina muerta de risa.
--Ahora comprendo –dice—la causa de esta escena tan burlesca como absurda. Hace años me regalaron un perrito muy mono al que yo quería mucho y al que llamaba Suderland, del nombre del inglés que me lo regaló. Este perrito acaba de morir; y he mandado a Reliew lo hiciese disecar, y al ver que vacilaba, me enfadé con él pensando que, por una vanidad estúpida, el jefe de policía consideraba este cargo impropio de su rango.

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